lunes, 26 de octubre de 2015

Dos mil ochocientos noventa y cuatro kilómetros. TP.

Perdí la pasión de perder horas tratando de encontrar momentos para nuestro deleite, ya no soy un suertudo acreedor de palabras mínimas y de largas euforias momentáneas, mi nombre murió sobre sus ojos y también desapareció de su voz. Traté de mantener con vida nuestra espontánea alegría pero su futura rutina es su realidad por ahora.
Pasé un tiempo sin encontrar un diálogo común pero innovador en pequeña escala.
Una niebla cuya densidad era parecida al cabello sobre su ojo claro invadía mis días en su ciudad, pero sus mismos ojos claros causaron que una nueva incógnita surgiera en mis pensamientos: ¿por qué ella?
Siempre me hace preguntas y le encanta escuchar mis respuestas. Su voz provoca aun más confusión en mis pensamientos pero lo divertido y nuevo, calma la ansiedad y furia de la muerte que sostengo entre mis dedos creyendo que la serenidad es el estilo que caracteriza esta peculiar causa de muerte.
Mi familia detesta mi auténtica felicidad porque eso consta de saber que la felicidad no es vivir y morir al igual que todos los individuos del planeta y mi familia amaría que yo fuera mudo y que mis ojos estuvieran cubiertos por órdenes de más de 15 mil años de antigüedad.
No estoy seguro si sus recuerdos fueron absorbidos por los días de palabras, discursos, tinta y hasta algunas veces monotonía o tal vez es momento de simplemente dejar atrás a la felicidad y seguir viviendo rutinas ordinarias. Lo único que sigue manteniendo con vida su suspiro en mi memoria son las fuertes voces de promesas, metas e inocente diversión, la ausencia de momentos reemplazados por suspiros silenciosos y protestas inútiles, a causa de la dictadura parental, y un contacto de emociones creando una tierna inocencia. 

Escucho una cascada contando su vida a unos pequeños niños. 

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